En medio del fastuoso Vaticano, donde los ojos del mundo se posan con expectativa durante cada elección papal, existe una pequeña habitación oculta tras los frescos de Miguel Ángel: la sala de las lágrimas. Este recinto, desconocido para muchos fieles, es quizás uno de los espacios más íntimos y simbólicos del catolicismo. Allí, en medio del silencio, se consuma el instante en que un hombre deja de ser cardenal para convertirse en Papa.
A
diferencia del bullicio de la Plaza de San Pedro o del solemne cónclave en la
Capilla Sixtina, esta sala es un refugio de introspección. No tiene ventanas al
mundo exterior, ni micrófonos ni cámaras. Solo paredes testigos de las
emociones desbordadas, pues históricamente es aquí donde los nuevos pontífices
han llorado al tomar conciencia de la inmensa responsabilidad que recae sobre
sus hombros.
Su
nombre, “sala de las lágrimas”, no proviene de una tradición protocolar, sino
de un gesto profundamente humano: el llanto. No es raro que los recién elegidos
se vean sobrecogidos por el peso espiritual del cargo. No todos celebran con
júbilo. Algunos, como el Papa Gregorio XIV, simplemente lloran. El llanto no es
de tristeza, sino de humildad, de temor reverente ante la magnitud del deber
divino.
En
términos arquitectónicos, el lugar es modesto. Se encuentra justo al lado
izquierdo del altar mayor, detrás del Juicio Final. Su decoración es
sobria: un sofá rojo de terciopelo, una mesa sencilla y algunos retratos
religiosos. Es allí donde esperan tres sotanas papales de distintos tamaños,
listas para ser vestidas. Todo está dispuesto, como si cada objeto supiera que
está al servicio de un momento trascendental.
Es
importante destacar que este espacio no es accesible al público ni a los
medios. Su acceso está restringido al nuevo pontífice y a un pequeño grupo de
ayudantes que lo asisten en su preparación. A pesar de su invisibilidad
mediática, su carga simbólica es inmensa. En este lugar, la Iglesia recuerda
que detrás del poder hay un alma humana que tiembla.
Aunque el
papa Francisco la visitó por primera vez en 2013 tras su elección, cada nuevo
sumo pontífice se encuentra en la misma escena íntima: a solas, con Dios,
consigo mismo, y con el eco del “Habemus Papam” resonando a lo lejos. Desde
allí, vestido con su sotana blanca, dará el primer paso hacia el balcón de la
basílica, donde los fieles lo esperan como el nuevo guía espiritual.
Así, esta
sala pequeña y reservada, que no forma parte de las rutas turísticas ni aparece
en las postales del Vaticano, se convierte en uno de los escenarios más
decisivos de la Iglesia. Porque en ese rincón oculto no solo se cambia de
vestimenta: se inicia una nueva era para millones de creyentes.
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