Este 12 de junio se recuerda un hecho que cambió el rumbo del siglo XX en Sudamérica: el aniversario del cese de fuego entre Bolivia y Paraguay en la Guerra del Chaco. Más allá de la sangre y la pólvora, lo que perdura es el eco de un acuerdo que costó miles de vidas y que aún hoy susurra en los rincones del Gran Chaco. La paz firmada en Buenos Aires en 1935 selló el fin de una lucha tan árida como el terreno que la sostuvo.
Durante los tres años que duró el conflicto, miles de jóvenes fueron arrastrados a una guerra impulsada por intereses económicos y políticos que los superaban. Si bien las fronteras eran confusas, lo que no lo era fue el sacrificio de campesinos, obreros, y estudiantes que tomaron las armas sin muchas veces comprender del todo por qué. La historia de la Guerra del Chaco no es solo de batallas, sino de resistencia humana ante el abandono, el calor abrasador y la sed mortal.
Hoy, apenas quedan vivos cuatro de aquellos combatientes paraguayos. Los años los han convertido en leyenda viviente, pero en sus memorias aún hay dolor y orgullo. Son los últimos testigos de una época en que se peleaba con machetes oxidados y rifles viejos, y donde el coraje suplía lo que faltaba en armamento. Son los guardianes de una verdad más simple: la guerra no ennoblece, pero sí enseña.
El Chaco fue tierra codiciada por su ubicación estratégica y su promesa de petróleo. Bolivia, sin salida al mar, vio en el río Paraguay una puerta hacia el comercio global. Paraguay, por su parte, veía en el Chaco una extensión legítima de su soberanía. Esa disputa, alentada desde lejos por potencias extranjeras, empujó a ambos países a una guerra que dejó heridas difíciles de cerrar.
No obstante, del conflicto emergió una nación fortalecida en identidad. Paraguay, pese a estar en desventaja numérica y tecnológica, demostró una tenacidad sin igual. Liderados por figuras como el mariscal José Félix Estigarribia, lograron hazañas militares que hoy forman parte del orgullo nacional. Pero ese orgullo no debe hacernos olvidar el costo humano y moral que pagó cada familia paraguaya.
En 1938, el Tratado de Paz, Amistad y Límites finalmente fijó la frontera definitiva, pero lo que selló la reconciliación fue algo más profundo: el paso del tiempo. Las generaciones posteriores crecieron con la idea de que la guerra no debe repetirse, que las fronteras del futuro deben ser de respeto mutuo y no de trincheras. Hoy, Paraguay y Bolivia caminan juntos en organismos regionales, intercambian comercio y cultura, y se reconocen como pueblos hermanos.
A 90 años del armisticio, el mayor homenaje no está en los discursos ni en las conmemoraciones oficiales, sino en la promesa silenciosa que debe renovarse cada año: que la historia sirva para unirnos y no para dividirnos. Que el recuerdo de quienes cayeron bajo el sol del Chaco sea una advertencia y una guía. Y que la paz, como el bosque seco que vuelve a florecer, sea siempre posible.
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